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Channel: Humor – Con Ida y Vuelta – Gabriel Núñez
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El otro día una niña de 6 años robó a un pana de 22…

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¿Crees haberlo visto todo? ¿Das por hecho algunas cosas que por lógica deben ser así? Pues hay eventos inusuales, un tanto bizarros, que te demostrarán lo contrario; te darán una cachetada cargada de pestilente realidad, te recordarán que la ecuación puede ser presentada de otra forma y, el resultado con este cambio no te agradará mucho.

Es Piolín acabándole en la cara a Silvestre. Es Nelson de la Rosa partiéndole la cara a Goliat. Es la tortuga soltándole un peo en la cara a la liebre. Es un niño de 4 años enseñando a su padre cómo debe ponerse un condón. Es una niña de seis años robando a Diego, un adulto artista marcial de veintidós años.

Como es costumbre, cayendo la tarde, Diego se dirige a entrenar en las barras del parque de su urbanización. Con un saludo usual a todos sus compañeros de ejercicios gratuitos de peso muerto, da inicio a otro ritual bombeador de sangre pectoral en las barras paralelas.

Todo marchaba perfecto: risas, chismorreo acostumbrado de obreros, chalequeándose unos a otros con los mismos chistes aburridos y desgastados del Caracas y Magallanes.

Llega al parque una niña con su uniforme escolar. Lleva una chemise color blanco, totalmente pulcra. Ilumina con su inocencia y ternura toda la oscuridad del precinto, haciendo ver a todos esos obreros malolientes y sudados como modelos de Calvin Klein. Se acerca con pasos lentos, tímida; se le comprende, es una dulce niña rodeada de pura testosterona desbordada con uñas llenas de grasa automotriz y cicatrices de soldadura en los brazos.

Se detiene ante Diego, y con una bella sonrisa que sólo la pureza de una niña puede dar, levanta su mano, saludando con un “hola, buenas noches”. Diego, agitado por su rutina de ejercicios, la saluda asintiendo de manera amistosa. No, no es amistoso por algún interés carnal; a pesar de su fama de “Punisher” criollo, él ha confesado de manera firme  y tajante que con niñas menores de once años no aceptaría nada de sexo, así que, con esta dulce niña de seis años, tan sólo se trata de algún sentimiento de protección paternal que quiso regalar nuestro protagonista, algo sincero, honesto y recíproco a tan delicada y bella sonrisa infantil. Era un bebé Gerber, una niña de portada de un libro de “Niños Índigos”. Una foto angelical de Primera Comunión, un bebé gateando mientras sonríe y balbucea el nombre de su padre.

Se miraban con encanto, hasta que nuevamente la dulce voz de la niña rompió el silencio.

-¿Chico, tendrás un poco de agua que me regales?

-Sí, toma un poco de la mía -dijo Diego sin dudar ni un segundo.

La pequeña tomaba con desespero el agua del pote de plástico, y mientras daba cada sorbo, no le quitaba la vista de encima al cuerpo de Diego.

-Oye, tú haces bastante ejercicio, ¿no? -declara la niña, ahora con menos inocencia en su mirada.

-Bueno, sí, hago un poco -señala Diego con algo de incomodidad por la pregunta.

La niña le entrega el pote de plástico. Diego se voltea para hacer otra serie, un poco confundido por el piropo que le ha lanzado una pequeña criatura que aún ni tiene necesidad de usar sostén. El joven artista marcial regresó al área donde tiene sus pertenencias, la niña sigue viéndolo con bastante intensidad.

-¿Puedo tocarte los abdominales?, ¡se ve que los tienes bien duritos! -dijo la niña con una boca bien perversa, cochina; con una mirada lujuriosa y poseída.

La niña extendió su pequeña y frágil mano a los abdominales de Diego, tocándolos con firmeza y ojos volteados de excitación, como si ya a esa minúscula niña estuviese lubricándole su estrecha vaginita.

Diego se echó para atrás. Ya la hermosa criatura se tornaba fastidiosa. Era como un perro callejero que no le quita la vista al perro caliente que te estás comiendo en la calle. Era como ese abuelo que invade tu casa, meando el piso y la tapa de la poceta porque ya ni coordinación para eso tiene.

-¿Puedo tomar más agua? -pide la percusia chiquilla.

-Sí, tómatela toda, no hay problema -dice ya un tanto molesto Diego.

-¿Cuánto tardas tú en hacer eso que haces cuando te guindas ahí?

-No mucho, menos de un minuto, no sé -señala el asfixiado joven.

-Mmmnn, ok.

Diego, decidido a sacarle el culo a la pitusa con prematuro apetito sexual, se volteó a hacer otra súper serie. Hizo una de “cristos”, luego una de barras, luego paralelas y por último unas flexiones. Apenas unos 50 segundos tardó en hacerlas; la disciplina y constancia paga noblemente, ya es un artista en lo suyo. Se dirige a su rincón, en el recorrido ya no divisa a la fastidiosa niña. Se alegra, siente paz nuevamente, podrá entrenar en calma, sin que una mocosa de 6 años con daño cerebral causado por ver “Somos Tú y Yo” lo acose sexualmente.

Llega, estira sus músculos. Baja la mirada para buscar su agua y encuentra su franela tirada en el piso: sí, la inofensiva niña armada de una magistral actuación de infanta sedienta con ojos grandes de inocencia ha robado las pertenencias de nuestro amigo.

Diego recoge su franela; atónito, incrédulo, tan sólo para corroborar que ha sido víctima de un robo, sin armas, sin amenazas; de manos de una niña a la que aún no le ha venido su primera regla. La nenita se llevó el koala, la billetera, las llaves de la casa, el celular y, por supuesto, el agua.

Apenas unos cincuenta segundos tardó Diego en hacer la serie; apenas unos cincuenta segundos tardó la niña en bailarle el bolso.

Diego recibió la cachetada. Esa cachetada que te despierta, que te abre los ojos nuevamente, que te hace ubicar en la gran piscina de mierda en la que todos nadamos aquí como sociedad. La cachetada que te reprogramará, haciendo que desconfíes hasta del bebé que aparece en el estuche de los pañales. La que te hará mirar con cara de asesino a la octogenaria que espera la muerte en tu edificio. La que te hará  intentar  descubrir lo oscuro en la claridad de cualquier persona que se te atraviese. La que te obliga a leer las jodidas letras pequeñas al final del contrato.

La que te obliga a desconfiar de una niña con uniforme escolar que te pide agua a las siete de la noche en un parque.

Gabriel Núñez


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